viernes, 11 de diciembre de 2009

La pequeña Compostela

Villafranca del Bierzo, preciosa, vista desde cierta altura desde donde nos encontrábamos, nos recibió con una de sus joyas, la Iglesia de Santiago, románica del siglo XII.
Aquella entrada me recordó a Estella, allá por Navarra, y su Iglesia del Santo Sepulcro.
Dos lugares en que antes incluso de pisar sus primeras calles, te ves obligado a olvidar la búsqueda de cama donde pasar la noche, la necesidad de la ducha y otras menudencias por el estilo, para recrearte en algo magnifico y soberbio, manteniéndote absorto y con la boca abierta, como suspendido en el tiempo, mientras algunos guiris te adelantan y te quitan el sitio en el albergue. Pero, a pesar de que a los guiris ni agua, valía la pena detenerse y contemplar aquella maravilla con la tranquilidad que requiere la contemplación de las verdaderas obras de arte.
La iglesia, pequeña pero solida, sobria y vetusta, es otro de los numerosos hitos del Camino de Santiago. Ningún peregrino que se precie deja de entrar en su nave para la contemplación de sus recias paredes y altares, su Cristo gótico. Para, sin duda, proceder a una corta plegaria y sobre todo, volviendo a salir por su atrio, fotografiarse ante su puerta norte, o del Perdón. Esta puerta, que solo queda abierta los Años Santos, al igual que la Puerta Santa de la Catedral compostelana, y que antiguamente tenía la particularidad de que cualquier enfermo o impedido que la cruzara, y que no pudiera continuar por su enfermedad hasta la tumba del Apóstol, obtenía automáticamente las gracias del Jubileo.
Al lado mismo de la iglesia, uno de los albergues mas conocidos del Francés, el Ave Fénix de Jesús Jato, o simplemente El Jato, como es mas conocido este hospitalero, y que lo construyó con la inestimable ayuda de numerosos peregrinos que se trasladaron al lugar con la solo intención de acometer aquella obra. Dicho y hecho, pues en apenas unos años el albergue quedó terminado y listo para acoger a los cansados peregrinos y que repusieran fuerzas antes de acometer la dura etapa del día siguiente, con la mítica subida al Cebreiro.
Hoy, pasado ya el tiempo de la altruista empresa de aquellos peregrino, que no del Jato y su negociete ahí montado, el albergue deja algo que desear en ciertos aspectos. ¿Aspectos? Pues por ejemplo que se hubiera cambiado o arreglado el termo eléctrico, ya que cuando estábamos a punto de inscribirnos, una peregrina a nuestro lado se quejó de lo congelada que estaba el agua. Aquello nos hizo frenar en nuestros ímpetus por coger sitio en aquel famoso albergue. Haciéndonos los despistados, sellamos nuestra credencial, eso si, y poco a poco fuimos saliendo del lugar para buscar el albergue municipal y probar suerte allí.
En ese mismo momento, nuestro amigo Javier, que durante cuatro años se había hecho acompañar por su bordón, se despistó solo un momento, con tan mala fortuna que se lo dejó olvidado en algún rincón. El bordón, una vara de avellano comprada a Miguelito, otro conocido personaje jacobeo, en su pueblo riojano, era el orgullo de nuestro vasco, que estaba realmente encariñado con él, lo que, cuando por fin reparó en su falta, le supuso un disgusto del doce. Volvió para atrás en su búsqueda, de nuevo hasta el Ave Fénix, pero quiso el destino que la vara de avellano no volviera a aparecer. El destino... o algún descastado extranjero que se apropió de él, ! Vaya usted a saber ¡... Porque de los extranjeros... ya se sabe... NI AGUA, que luego se quedan con tu palo.
Un verdadero drama para Javier que, aun y a pesar de que la ducha fuera de agua caliente en el Municipal, no volvió a ser el mismo hasta después de la comida, y la botella de vino que se tomó en ella.

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