jueves, 13 de agosto de 2009

Por zona de barrancos

Cuando se nos acabó la calle principal de Ambrós, al torcer una esquina nos encontramos con una pronunciada cuesta abajo flanqueada por algunas humildes casas a la salida de la localidad y al otro lado unos frondosos castaños que delimitaban de cierta manera una especie de profundo barranco. Un paisano, aburrido de ver pasar peregrinos por delante de su casa todos los días de su vida contestó distraido a nuestro saludo. A pesar de la sombra que nos acompañaba y de cierta refrescante brisilla, la dificultad de aquella abrupta bajada no nos dejó relajarnos ni por un momento. En cierto momento fue tal la pendiente, y el discurrir del sendero, que hubimos de poner las manos en tierra para no perder el equilibrio, conseguir dar los siguientes pasos sin caer, lo que hubiera sido fatal por lo escarpado del terreno o, aún peor, torcernos algún tobillo. Javier quedó de nuevo atrás ayudando a su señora, cargando con las dos mochilas y tendiéndole la mano para dar cada paso.
Aquello me llevo de nuevo a abrir la marcha en solitario y me fui internando por una especie de pequeño bosquete de hayedos y castaños en el que intuía que pronto llegaría a una zona con agua, pues el murmullo de esta al chocar con piedras, cada vez se hacía mas evidente.

El paso de aquel pequeño y rápido riachuelo, hubo de hacerse saltando sobre algunos troncos de árboles caídos que hacían de improvisada pasarela. Todo el lugar rezumaba frescor con el verde como telón de fondo. Infinidad de flores, plantas y cañas crecían por los alrededores y el trinar de los pajaros hizo que el momento fuera realmente sublime salvo por el barro que quedó incrustado en mis botas. Nada que ver con el terreno polvoriento y pedregoso de apenas unos momentos antes.
Aquel corto tramo acabó por grabarse en mi memoria como uno de los mas gratificantes de aquella memorable jornada de marcha por el inicio de las tierras bercianas. Pero duro poco.
Siempre en cabeza, y tras una minúscula subida a la altura de un impresionante chalet o casa de campo aislada en aquel idílico paraje, los árboles y el verde fueron paulatinamente desapareciendo trocando el paisaje de nuevo en árido, seco, polvoriento, pedregoso y amarillento. Acabábamos de internarnos por una zona de barrancos que discurrían por las laderas de varios montes pelados. Siempre con agresivas bajadas que parecían no tener fin y que iban minando la moral del mas fuerte.
Cada cierto tiempo me detenía y echaba la vista atrás para ver por donde andaban mis dos vascos, a los que veía muy retrasados, transitando por encima de mi en la loma de la montañita anterior, incluso me llegaba la conversación de Esperanza con la que iba amenizando a su marido que seguía acarreando con la mochila de su señora con carita resignada.
Fueron algo mas de cuatro interminables kms en el que el calor, las piedras y la enorme pendiente parecían no tener fin.
Pero como dice el refrán "no hay mal que 100 años dure... ni cuerpo que lo aguante". La visión de una carreterilla discurriendo en el fondo del penúltimo barranco consiguió devolverme las fuerzas y hacerme suponer que Molinaseca no podía andar muy lejos. Aún así los metros finales se hicieron exasperantes y agotaron los últimos gramos de fuerza que me quedaban en el cuerpo. Con el Santuario de la Virgen de las Angustias a la vista, a tiro de piedra como quien dice, se me hizo un mundo poder recorrer aquellos escasos cien metros que me restaban hasta su porticado atrio. Aquello se estaba convirtiendo en una de las etapas mas dificiles de mi periplo jacobeo... y desde allí aún quedaban otros 7 Kms hasta Ponferrada... ! Señor, no voy a llegar ¡

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