jueves, 16 de abril de 2009

La bendición en La Asunción

Una vez en el albergue comprobé que la gente andaba unos escribiendo postales, otros leyendo sus guías para ver como afrontar la dura jornada del día siguiente, otros jugando a cartas o charlando con los vecinos y muchos comprobando cada cierto tiempo el grado de humedad de sus ropas. Yo me decanté por tomar notas para mi diario y observar a los que tenía a mi alrededor: Un coreano que a pesar de la prohibición fumaba cerca de la ventana; Una joven pareja de italianos, él "reparándole" con un colirio el ojo a la chica; Un bilbaino contando exageradamente sus viajes por Alemania y su novia, una preciosa rubia, asintiendo a cada mentira que el chaval nos iba colando; Una treintañera con toda la cara amoratada tras una caída en algún punto del camino semanas atrás; Y en medio de todos ellos, Esperanza, tratando de hablar con todos al mismo tiempo.
Y a las siete de la tarde, de nuevo todos a la carrera para llegar a tiempo al acto de la bendición en la Asunción, donde al llegar nos encontramos en la puerta con la furgoneta del cámara de televisión que nos había acompañado en etapas anteriores y que tenía dispuesto su instrumental para grabar el acto; con el cura de León, sentado en ella, aguantando estoicamente, casi con enfado, las acometidas y gracietas del joven vasco-madrileño que habíamos conocido aquella mañana en el bar Cowboy de El Ganso. Fuimos todos ocupando los pocos bancos de los que disponía la iglesia, se fueron repartiendo unos prospectos en diferentes idiomas en los que figuraban las preces que se habrían de rezar mas tarde, y de los que en castellano no había los suficientes y nos mantuvimos en silencio a la espera de que comenzara el espectáculo.
Porque casi de un espectáculo iba la cosa, ya que de pronto entraron dos monjes, uno gordito y bajo, el otro mas alto y delgado, pero ambos con barba, ocuparon silenciosamente sus puestos, permanecieron unos angustiosos minutos orando ante la creciente curiosidad de los peregrinos, y de pronto uno empezó con una letanía cantada en latín que el otro iba contestando cada cierto tiempo.
Los cinco primeros minutos consiguieron captar mi atención por lo curioso y novedoso del acto. El canto se fue convirtiendo en una especie de mantra, cadencioso y rítmico... pero al cuarto de hora... la cosa se fue haciendo mas bien monótona, y aquellos dos parecía que pudieran pasarse horas con el mismo sonsonete y sin repetirse las frases ni una sola vez. Así estuvimos como una media hora, apretujados e incómodos en aquellos bancos estrechos, pero por fin los cantos, casi gregorianos, llegaron a su fin y uno de los monjes solicitó que se iniciaran las preces cada cual en su idioma, por lo que uno tras otro, un alemán, un inglés, un italiano, un sueco, un finlandés, un checo, un húngaro (¿húngaros en Rabanal....? pues sí, aquello era "talmente" como el Arca de Noé... una muestra de cada) fueron recitando las frases que les correspondían. Pero cuando llego el turno al francés, se levantó un tipo con barbita de chivo que inicio la poesía correspondiente, junto a él, la que parecía su esposa, asentía a cada palabra del esposo con cara de embeleso, de arrobo, de misticismo... y en un momento dado se le saltaron las lágrimas que se fue enjugando con un pañuelo de papel. He ahí a una ferviente, devota y piadosa católica cristiana... pensé yo. Justo al día siguiente, mas o menos a la misma hora ya en Ponferrada... cambié de idea.
Una vez acabadas las preces y rezado un Padre Nuestro, todos a la vez y cada uno en su idioma (Esperanza y Javier utilizaron el euskera) tal y como los dos monjes habían entrado... sin mas mas.. enfilaron el camino de salida y desaparecieron. Unos minutos después, algo desconcertados los peregrinos comprendimos que el acto había concluido y poco a poco fuimos saliendo a la calle.
El caso es que "el acto" tenía su originalidad, eso no se discute y por nada del mundo me lo hubiera perdido. Pero aquel halo de misterio que le confirieron aquellos dos monjes con su teatral entrada, la falta de comunicación y de cercanía hacia los reunidos allí, y sobre todo la salida de escena de los religiosos, que mas que salida pareció una huida, le restaron la espontaneidad que sin duda hubiera convertido aquel nada sencillo encuentro con los romeros en una experiencia inolvidable. Y una nota curiosa... el joven sacerdote de León no se digno entrar en la iglesia durante la actuación... ¿tal vez por algún problema latente entre Benedictinos y la orden a la que estuviera adscrito el leonés? Con la iglesia hemos topado... como decía aquel en El Quijote.

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