lunes, 6 de abril de 2009

Relleu-Torremanzanas por el Sureste

8 de la mañana del sábado 4 de Abril y el autobús enfilaba una poco habitual ruta para nuestras excursiones, dirección Valencia. Una etapa nueva y desconocida hasta entonces que discurría por la montaña alicantina, en esa ruta hacia Santiago abierta desde la turística Benidorm, que nos dió la oportunidad de contemplar al pasar el embalse del Amadorio, lleno de agua tras las copiosas lluvias del final del invierno, la siempre simpática localidad de Orxeta, la mole del Puig Campana con su cima envuelta entre brumas en aquel día encapotado y gris, y por fin Relleu, donde desembarco la expedición faltando poco para las nueve de la mañana.
Nuestro monitor, Juan Romero, que ya en el autobus nos había puesto en antecedentes sobre lo que nos esperaba en aquella jornada así como jugosas anécdotas de la zona por la que íbamos a transitar, intentó ponerse en contacto con el cura párroco de la iglesia de Santiago, quien debía abrirnos las puertas, hacernos de guía y mostrarnos el Matamoros que ornaba alguna de sus capillas.
Pero quiso la mala suerte que no hubiera forma de contactar ni con el concejal de cultura, ni con el sacerdote, con lo que nos quedamos todos sin la visita cultural, cambiándose todo aquello por un paseo por el mercadillo de la plaza, unos rápidos cafés en un bar cercano, y alguno incluso consiguió probar unas deliciosas torrijas de una tahona que encontramos a nuestro paso.
Así las cosas, iniciamos la marcha, deteniéndonos justo a la salida del pueblo, en un lavadero que, aunque ahora reformado debía tener un origen medieval y debía tomar sus aguas de algún arroyo cercano. Tras esta visita, y pasadas las nueve y media, fuimos ascendiendo por un estrecho sendero algo embarrado, para después ir progresivamente bajando hacia un barranco donde el agua hizo acto de presencia en forma de vivaracho riachuelo que hubo de sortearse practicamente en fila india, y saltando de piedra en piedra.
La proximidad del agua daba a toda aquella zona un aspecto increíblemente verde, con cantidad de árboles, plantas, cañizos, multitud de flores multicolores e incluso algunas acelgas silvestres que crecían al borde de nuestro camino. Una vez ascendido el otro lado del barranco, y echando la vista atrás, pudimos ver aún algunas casas del pueblo y sobre la loma a cuyos pies se encuentra enclavado el pueblo, recortándose de entre cierta neblina, las ruinas de su castillo morisco, en su mayor parte restos de murallas y la torre cuadrada.
La etapa que había sido considerada de una dificultad alta, empezaba con una continua ascensión. Al principio imperceptible, pues las fuerzas de los expedicionarios estaban intactas, pero siempre apuntando hacia arriba. El grupo estiradísimo tras el vado del riachuelo, alcanzó poco después una carreterilla asfaltada, que cada cierto tiempo se empinaba un poco mas y alternaba falsos llanos, con curvas que permitían ver a lo lejos la cabeza de la marcha, para de nuevo ponerse hacía arriba.
El paisaje, realmente esplendido, pues se tenían vistas de las montañas cercanas, de tal manera que pareciera que pudieran tocarse, efectos de la falta de sol y la calina que este siempre produce. Los pinos nos acompañaban a derecha e izquierda, así como las flores típicas de la época de primavera en que nos encontrábamos, y así durante aproximadamente un par de horas, momento en que se estableció una parada para el merecido descanso y el reparador almuerzo, que se realizó junto a un cortafuegos o pista forestal.
Mientras dábamos cuenta de nuestros bocadillos, alguna cándida alma pregunto a Juan Romero, nuestro atento monitor, si faltaba mucho para Torremanzanas, y este, como restándole importancia, contestaba que debíamos andar por la mitad de la etapa y que llegaríamos a muy buena hora... Mentiras piadosas, que sin embargo no engañaron a todos.

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