jueves, 12 de marzo de 2009

Hasta los tontos hacen relojes

Varios días sin escribir por motivos laborales, y ya le había cogido el gustillo a eso del "dolce far niente" y la "vita contemplativa" de los blogs de mis amigos. Y es que mantener un blog estresa que es una barbaridad. Y tras mas de una semana sin escribir, me debo reeler a mi mismo por coger de nuevo la onda y continuar con el rollazo que aquí os propongo casi cada día.
Y dado que este fin de semana no pude asistir a la etapa del Camino del Sureste, entre Alcoy e Ibi, pasando por la Font Roja, por un inoportuno flemón (no me privo de nada, como verán ustedes) continuaremos con el Camino Francés, allá por la salida de Astorga, que fue donde nos quedamos:
El andadero nos fue haciendo transitar por un paraje en que los arboles, bastante desperdigados esos sí, nos iban alegrando la vista. Atrás habían quedado una serie de deposito o almacenes de empresas de obras publicas con su continuo trasegar de camiones y retro excavadoras. El sol ya andaba en lo alto y nos calentaba agradablemente, con lo que, los apenas dos kilómetros que nos separaban de Murias de Rechivaldo, se hicieron en un suspiro. A la entrada del pueblo, cruzamos el puente sobre el raquítico río Jerga y enseguida nos vimos en la calle principal de la localidad con nombre tan rimbombante... Murias de Rechivaldo... el nombre era mas largo de lo que en realidad era el pueblo, pero aún así, tenía aquello aire de simpático y limpio, que es lo menos que se le pueden pedir a cuatro calles y otras tantas casas.
Por desconocimiento nos saltamos el desvío hacia Castrillo de los Polvazares, variante no oficial, pero que permitía disfrutar de un pueblo aún con sabor medieval, imagino que como los navarros Cirauqui y Torres del Río, pero de esto no enteraríamos mucho mas tarde y mas adelante, al oír comentarios de otros peregrinos mas atentos que nosotros.
Un par de horas hacía ya que habíamos desayunado en Astorga, y empezábamos a necesitar algo solido en aquellos cuerpos fatigados. Con lo que casi a la salida de Murias paramos a desayunar en el Llar, un coqueto bar regentado por dos agradables y eficientes señoras, que además de servirnos unos calientes cafés con leche y unos generosos pedazos de bizcocho casero, mantenían uno de los mejores y mas limpios aseos de toda la región, a tenor de los comentarios de Javier, que aún seguía expulsando sus zumos de naranja. !! Si te sientan mal... porque los tomas, chaval ¡¡ Mientras los vascos recorrían y comprobaban excusados, entablé conversación con una de las dueñas y con un par de peregrinas catalanas... y sin venir a cuento, la camarera nos enseño, sacándolo de debajo de la barra, un pequeño pichón de búho que debía haberse caído de algún nido y con algún ala lastimada, mas parecía un mimoso gatito que un ave. Fue salir a escena el pequeño búho y perder las señoras cualquier interés por mi ingeniosa conversación... con lo que algo cabizbajo y cortado salí a la terraza a esperar a mis donostiarras... ! Que os cuente chistes el búho... majas ¡... pensé en mi humillante retirada.
De nuevo en camino, nos detuvimos en el albergue de Las Aguedas, un precioso caserón antiguo, reconvertido en hospedaje para caminantes, lleno de artilugios de labranza antiguos, con un agradable patio en el centro, pero algo retirado del pueblo para mi gusto.
Caminamos durante varios Kms. en paralelo con el pueblo de Castrillo, al que veíamos no tan lejos, destacándose el campanario de su iglesia. Los arboles hacía tiempo que habían desaparecido, cambiándose el paisaje por un páramo con unos enormes arbustos de flores de diferentes colores. El sendero, algo pedregoso, estaba plagado de dibujos realizados por peregrinos, que con cantos rodados formaban flechas, corazones y algunas cortas frases de animo de difícil lectura al paso.
Una vez alcanzada y cruzada la carretera de Santa Colomba, el sendero se fue empinando ligeramente... nada grave, pero señal de que de ahí en adelante se seguiría subiendo, hasta alcanzar al día siguiente el techo del Camino Francés en La Cruz de Ferro.
Media hora después, volvíamos a encontrarnos con la carretera que discurría en paralelo a nuestro andadero, y aún al otro lado de esta, una vía agraria por la que de vez en cuando veíamos algún tractor agrícola. Apenas nos quedaban un par de kms. hasta el siguiente pueblo, recibimos unos saludos a gritos de unos ciclistas que nos adelantaban... se trataba de Manolo, el practicante sevillano que habíamos conocido el día anterior en Hospital de Orbigo, que pedaleaba cansino, acompañado de sus amigos brasileños, entre ellos, una rubia de muy buen ver... y eso que solo le pudimos ver el trasero, medio aplastado sobre el duro sillín... No era tonto el sevillano... y sabía elegir bien con quienes se juntaba.
Y ya a las puertas de Santa Catalina de Somoza, en su primera calle, dándonos la bienvenida, el tonto del pueblo... haciendo relojes. Bueno, mas que relojes... lo que aquel gañán intentaba vendernos eran palos o ramas de árbol, a modo de bordones, que él mismo iba esculpiendo y limpiando con su navajita. Tres euros por una rama desmochada... que pedía el artista.
Pero... si el tonto del pueblo, al que os he dejado en la foto para que lo vayáis conociendo, se las ingenia para hacer negocio... que pasa con los listos del lugar. Mañana, la triste respuesta.

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