jueves, 15 de noviembre de 2007

Tarde en Portomarin

Cuando aquella mañana habíamos conseguido sitio en el albergue de Cruz Roja, habíamos coincidido al llegar con unos peregrinos atípicos. Dos ancianos, él debería pasar los 80 años, su mujer no debía irle muy a la zaga. Viajaban con su hijo, de unos 50 años, y presumiblemente debían hacerlo en coche, pues no llevaban mochilas y su atuendo era formal. No les debió parecer aquel albergue de su agrado, ya que por la tarde lo abandonaron. Tal vez habían encontrado habitación en algún hotel, o simplemente habían descansado una horas para continuar el viaje hacía otro pueblo de la ruta.

El caso es que han sido los peregrinos de mas edad que he visto a lo largo de mis años en el Camino. Solo se les acerca en edad, una francesa de 75 años, que esta si caminando, llegaba a Estella, en Navarra. Viajaba con su hijo, con el que hablé brevemente y me comentó que aquella mujer era irreductible (como los galos de Asterix) que no se sabía bien de donde sacaba las fuerzas para cada día ponerse en ruta, pero que lo hacía con una vitalidad y un espíritu encomiable.

Nuestro nuevo amigo, Rafa, tuvo suerte aquella tarde. Había llegado muy tarde, encontrándose los dos albergues llenos y el pabellón a punto de llenarse. No se le había ocurrido otra cosa que darle esperanzas a un vieja toda enlutada, que transitaba como loca por la calle del pueblo en una silla de ruedas detrás de él, ofreciéndole una cama en su casa por un módico precio. Rafa dudaba si aceptar la oferta de aquella especie de meiga o pasar la noche en el duro suelo del pabellón deportivo.

Cuando lo encontramos apenas hacía unos minutos que habíamos visto partir a los octogenarios peregrinos y Mª Jesús, buena samaritana, corrió rauda hasta el albergue, y sin más, tomó posesión de una de las camas para el de Oviedo. Con lo que se libró de pasar la noche con la vieja aquella. Dios sabe lo que podía haber ocurrido aquella madrugada. Si alquilaba su cama, bien podía vender también su cuerpo, con el consiguiente compromiso. Ocupó una de aquellas camas de pronto libres.

Otra de la camas fue cogida por una mujer de unos cuarenta años. Con el estomago extrañamente hinchado, callada, taciturna, caminaba sola sin relacionarse con nadie.

Mientras MªJesús, tras hacer su buena obra del día, y además con un paisano, como buena mujer se fue a la peluquería a que le lavaran el pelo. Ella y Alberto habían salido hacía una semana antes desde Astorga, y necesitaba darse un homenaje y ponerse guapa.

Recuerdo que yo paseando me encontré en una librería donde en el escaparate descubrí la continuación de la novela Iacobus, "Peregrinatio". Tomé nota de comprarmelo, en cuanto llegara a casa. No hizo falta. MªDolores a esa hora ya me lo había comprado en Alicante y cuando regresé me lo regaló, dándome una monumental sorpresa.

Creo haber nombrado anteriormente "la credencial". Una especie de tríptico, lleno de casillas en las que el peregrino va pidiendo que dejen su sello (tampón de tinta), tanto los bares, tiendas y albergues. Con esa pequeña libretita, y los sellos recogidos en todos los sitios por los que uno ha pasado, una vez en Santiago se acredita que se ha hecho el camino a pie, y no en coche como algunos falsos caminantes. A mi, aquello de ir recogiendo sellos, y admirar la calidad de algunos de ellos con diferentes dibujos o motivos, me gustó. Y llegué aquellos dias a desviarme de la ruta 300 metros por recoger el sellos de algún bar separado del camino. En una palabra, los coleccionaba. Y me aficioné de tal manera al juego aquel, que en solo tres etapas tenía casi llena mi credencial. Me empezaba a hacer falta una nueva, serio problema.

Aquella noche en el albergue fue todo un suplicio. La señora taciturna, roncó como un peón caminero. Y no contenta con darnos la noche con su serenata, a la 6 en punto de la mañana se levantó, y con todo el morro del mundo, encendió las luces despertando a los pocos que habían conseguido dormir. Protestamos, pero ella siguió a lo suyo, con lo que media hora después todo el mundo andaba levantado haciendo la mochila. Guardo un grato de recuerdo de aquel simpatico pueblo, pero no así de su albergue y de Carmen la malagueña, que así se llamaba la impresentable aquella.

Desayunamos. Dejé mi mochila para el taxi como ya quedó dicho, y aun de noche abandonamos Portomarín camino de Palas. Yo con la duda de si mis gemelos no me gastarían una mala pasada, y me darían problemas a lo largo de los 25 kilómetros que teníamos por delante.

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