martes, 6 de noviembre de 2007

Por fin llegó el dia

Y llegó por fin el 8 de Septiembre. Salía en el Altaria hacia Madrid a las 16 h., y cuatro horas mas tarde, en Chamartín, hice tiempo cenando y viendo un partido de fútbol de la selección española, que acabo empatando miserablemente en los últimos minutos.

Sobre las 10,30 tomé mi tren al Ferrol. Era el tren Estrella... y mientras fueron pasando las primeras horas, me fui haciendo cruces y preguntándome si quien le puso el nombre, había realmente viajado en el. Seguro que no. Seguro que el tipo, simplemente pensó en un nombre sugerente, sentado en su mullido sillón de dirección en su oficina de Renfe.

Había varios peregrinos en mi vagón, entre ellos, dos matrimonios de Elche y pude enterarme de que ya habían hecho el mismo recorrido en anterior ocasión. Tomé nota mental de pegarme a ellos en cuanto llegáramos, ya que tal vez pudieran indicarme donde se encontraba la estación de autobuses.

Nunca puedo dormir durante los viajes, y menos esta vez en el Estrella. Solo pensaba: al menos que no se "estrelle". Traté de oír la pequeña radio que llevaba, pero pronto me dí cuenta que sintonizar emisoras iba ser el problema. No pesaba nada, pero ya la consideraba un estorbo con lo que allí se quedó, en medio de los sillones. Tomé buena nota para futuras aventuras. En Valladolid subieron unas peregrinas jovencitas, que estuvieron contándose sus cosas toda la noche, era como oir la radio.

Ocho horas después, a las 6 de la mañana acababa el viaje y bajamos en Sarria. Yo molido y con sueño. De otros vagones fueron bajando numerosas personas, todas con mochilas, todos derrotados. Yo era uno mas de ellos.

Nada mas bajar unos salieron y ya iniciaron su etapa, siguiendo una senda y un cartel indicativo de la dirección a Portomarín. El resto se abalanzó sobre la barra de la cafetería para desayunar y yo medio embobado, masajeándome aun el trasero, me quedé de los ultimos de la cola. Desistí de tomarme un café, que me hubiera venido de perlas para despejarme la media torrija que llevaba. Salí a la puerta de la estación y creí haberme quedado ciego... ¿había afectado la vista el pasar tantas horas en aquel tren? Era niebla. Pero... niebla, niebla, !eh! (Y si no, mírese la foto adjunta)

No podía verse nada a dos metros de mis narices, y dado que disponía de solo una hora para tomar el bus, me entró el pánico y empecé a andar, aunque no llegué muy lejos. Recordé a los ilicitanos y me dejé alcanzar por ellos. Pero estos andaban buscando el albergue de peregrinos y bastante tenían con no perderse unos a otros. Y como no iban servirme de mucha ayuda, me despedí de ellos y continué a mi suerte. Lógicamente, a aquellas horas y con aquel clima, ni una sola persona o coche para preguntar y orientarme.
Caminando solo por aquellas calles, o adivinando al tacto que eran calles, de pronto me volvió la angustia y el miedo. Me asaltaron toda clase de mal farios, y una pregunta que se repetía machaconamente en mi cabeza... ¿Pero que hago yo aquí? ¿Quien me mandaría a mi venir y embarcarme en esto?
Cada año, en mis primeras horas de peregrinaje completamente solo, estas mismas preguntas han regresado para atormentarme. El Camino te enseña, entre otras muchas cosas, a reconocer tus propios medios, tus fobias, todas tus limitaciones. Mucho tiempo después, hablando con peregrinos experimentados, me han reconocido que estas mismas preguntas se las han hecho ellos también y los miedos les han llegado en esos o parecidos momentos puntuales, tal y como me estaba sucediendo a mi. Pero uno debe igualmente aprender o saber como superar esas crisis. Normalmente, pasado un momento, uno vuelve a la calma tras un simple proceso mental. A mi, ni proceso mental ni gaitas. La tranquilidad me llegó por un inesperado cartel indicativo de la estación próximo a una farola, aunque aun tarde un rato en dar con ella, escondida en una callejuela. A todo esto, decir que debía hacer un frío "del carallo" como dicen los gallegos, pero el pánico que tenía en el cuerpo me impedían pensar en ello. Al contrario, notaba como el sudor me empapaba la camiseta bajo el polar. Puro miedo a lo desconocido.
Al llegar me encontré con todo apagado, ni una luz, ninguna taquilla abierta, ni un solo autobús. Solo un bulto que se movía en un banco del andén. Me acerque y encontré con un peregrino, de unos treinta y tantos años, ... llorando!!! Hablé con él y resulto ser granadino. Me contó que hacía un mes había salido de Roncesvalle con su esposa, quien durante los primeros días lo había pasado fatal ya que no estaba acostumbrada a andar, y se había embarcado solo por acompañarlo. Pero que a la semana, le había cogido el tranquillo a la marcha, y desde entonces iba como una moto, incluso mejor que él. Que a él, un auténtico machote alpujarreño, mas tarde le había entrado una fortísima tendinitis, y que el día anterior unos médicos le habían aconsejado, casi obligado, a abandonar. Pero ante lo bien que lo estaba pasando su mujer no se atrevía a volverse a Granada, privándola a ella de llegar hasta Santiago faltando tan poco. Con lo que ella continuaba a pie junto a unos amigos que había hecho durante el Camino, teniendo el que seguirlos etapa a etapa en bus, de ahí sus pucheros y su desconsuelo.
Lejos de desanimarme aquella escena, me dio nuevos bríos (momentaneamente, todo hay que decirlo) Pensé que si un tipo sufriendo dolores de rodillas a cada paso que daba, lloraba por no poder continuar, o su esposa que habiéndolo pasado muy mal trataba por todos los medios de seguir hasta su meta, algo muy bueno debía ser aquello. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, dice el refrán. Y yo estaba dispuesto a descubrir que era.
La organización y cumplimiento de horarios no era el fuerte de la estación de Sarria. Al menos pude desayunar caliente en el bar cuando se dignaron abrirlo, y finalmente pude salir hacia las 8, una después de lo previsto.
Mientras que aquel viejo cacharro, lleno de paisanos que animadamente "falaban galego" ajenos a mis zozobras, iba subiendo y traqueteando por el monte entre la niebla, me volvió la neura.
Los kilómetros de difícil subida iban desgranándose muy poco a poco, y el ¿pero que hago yo aquí? volvía inexorable. Ver toda aquella distancia que debería realizar en los dos próximos días me fue asustando. Devolviéndome a mi lugar. Diciéndome que yo era el piltrafilla del sofá y que nunca debía haberlo abandonado.
Algunos kilómetros mas adelante, tras un curva cerrada, casi saliendo de entre las nubes, desde mi asiento pude divisar ya la aldea. Ya no pensé en nada. Mis ojos solo iban observando todo lo que acontecía a mi alrededor. El mal momento había vuelto a pasar, incluso me hicieron gracia todos aquellos viejos que me acompañaban y su jolgorio.
Desembarqué en el Cebreiro, el inicio de mi Camino a Santiago.



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