miércoles, 27 de mayo de 2009

Subiendo a Cruz de Ferro

El sendero empezó de nuevo a empinarse, y esta vez nos obligaba a cuidar bien donde pisábamos pues por efecto de la niebla, que aún se enseñoreaba en algunos lugares, por causa del rocío de la mañana o tal vez de alguna pequeña llovizna que hubiera caído por el lugar momentos antes, el firme se encontraba resbaladizo y algo embarrado. De nuevo algunos pinos negros y sobre todo las flores, de todos los colores, daban al paisaje además de tonalidades inigualables unos aromas y olores mareantes. Entre las ramas de algunos arbustos unas grandes telas de arañas llenas de gotas de rocío brillaban sobremanera con los débiles aún rayos del sol. La naturaleza en su máximo esplendor camino de la Cruz de Ferro, el punto mas elevado del Camino Francés con sus 1.490 metros de altitud, y entre varias sierras a nuestro alrededor en cuyas cimas, solo "plantaciones" de aerogeneradores, sobresalían de entre las nubes y las brumas de la mañana. Era un paisaje espectacular, soberbio. El silencio que reinaba por aquella ruta, una mezcla entre sobrecogedor y al mismo tiempo tranquilizante, casi relajante si no hubiera sido por los kilómetros que aún nos quedaban por recorrer, nos impedía comentar entre nosotros las impresiones recién vividas pues era como un sacrilegio romper aquella quietud y sensación de paz que nos rodeaba.
Pero el falso llano continuó exigiendonos esfuerzos continuados. El sendero curiosamente estaba ya desprovisto de cualquier atisbo de piedra alguna. Señal de que faltaba bien poco para el humilladero y los peregrinos poco previsores, los que no habían arramblado con alguna piedra en las etapas anteriores tenían ya difícil encontrar alguna con un tamaño acorde con el ancestral rito que apunto estábamos de realizar nosotros. Y en una revuelta del sendero, justo cuando la carretera volvía a emerger a nuestro lado, tuvimos la primera visión de Cruz de Ferro. Aun debían quedar quinientos metros, pero era bien visible el alto madero y a sus pies la pequeña pero considerable montaña de piedras, símbolo de la solidaridad entre los caminantes de todos los tiempos.
Aquella visión del hito por excelencia del Francés, pareció darnos alas en los pies y nos animó a acelerar nuestro cansino ritmo tras la subida. Estábamos a punto de cumplir con un requisito insoslayable para todo buen peregrino. Cumplir con una tradición evocadora del paso de miles de caminantes, de labriegos bierzanos, arrieros maragatos, segadores gallegos e infinidad de romeros a Santiago dejando una piedra, traída Dios sabe desde donde, y dejada a los pies del alto tronco de roble, en cuya punta esta clavada la sencilla cruz de metal.

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