La entrada de Santiago hasta alcanzar la Catedral, se nos hizo tediosa e interminable. El ímpetu con que andabamos desde el Monte Do Gozo, se fue apagando y un ritmo cansino se fue apoderando de nosotros, sin que nos paráramos siquiera a contemplar alguna iglesia antigua o algún monumento especial. Sin embargo a mi me dio por rememorar los dias pasados en la Ruta, y a hacer balance de lo acontecido. Todo era positivo, y superior a mis espectativas solo unas semanas antes, a punto de partir. No es que el Camino me hubiera transformado, pero algunos cambios se habían producido en mi.
Primeramente, no entendía como no había emprendido esta aventura mucho antes. Como no había aprovechado el tiempo de vacaciones de otros años para salir y conocer mundo. Algo que no me llamaba la atención, como el viajar, se había convertido en una prioridad ahora. Incluso soportando las incomodidades de los albergues, que ahora se me antojaban incluso llevaderas. Algo estaba claro, lo peor del Camino era sin duda el tener que caminar. Anque debía reconocer que no lo había pasado tan mal, y solo en momentos muy puntuales me había encontrado en apuros, momentos que una vez superados, tras unos minutos, quedaban olvidados.
Anteriormente la naturaleza me gustaba verla en los documentales de la segunda cadena, y ahora sentía necesidad de sentirla y vivirla en directo. Los paisajes, los pueblos, los bosques españoles no tenían nada que envidiarles a los extranjeros, tal y como había podido oir a un grupo de franceses, creo que en Portomarín, que pensando que nadie les oía o comprendía, se sinceraban entre ellos. Otra cosa hubiera sido si hubieran sabido que un españolito les entendía perfectamente y tenía puesta la antena en su conversación.
Las relaciones personales con el resto de peregrinos era tambíén de lo más positivo, y con suma facilidad había congeniado con gente tan dispar como asturianos, andaluces e incluso levantinos. Posiblemente tuve suerte aquel año al dar con aquellas personas, conocerlas y acompañarlas. Gente realmente sencillas y encantadoras, de las que me honro en considerarme su amigo.
Lo que en un principio se planteaba como una aventura sin más, sin ninguna connotación religiosa o espiritual, poco a poco se había transformado, primero en visitas respetuosas a las iglesias para admirar su arte o arquitectura, para despues, y tal vez contagiado del espiritu de las granadinas, no dejar una sola iglesia sin un sentido rezo y una petición de ventura para todos los mios. De hecho, pensaba ganar el Jubileo Compostelano, pasando por cualquier prueba que eso conllevara, excepto latigazos en la espalda o andar sobre ascuas encendidas. Sobre todo lo segundo, pues no tenía muy bien los pies despues de tanto andar.
Sin duda había captado el mensaje en cuanto a la futilidad de muchas de las cosas que pensamos imprescindibles para vivir, y en las que nos obsecamos en conseguir a toda costa. La televisión, el teléfono, el coche, las comodidades de una confortable casa, que nos sirvan, que nos hagan la vida lo mas llevadera posible... todo quedaba, efectivamente, en un segundo plano en este Camino. Durante una semana había podido vivir sin todo ello, desconectado del mundo, y sin ambicionar más que una buena ducha, cualquier lugar donde dormir bajo techo y que la senda siguiera deparándome bellos lugares por los que discurrir. Anque bien pensado, solo de una cosa no estaba dispuesto a renunciar... una buena mariscada.
Y así, sumido en mis pensamientos, llegamos hasta la plaza del Obradoiro. La emoción que se siente una vez alcanzada esta meta no se puede resumir con una simples palabras. Muchos son los peregrinos, sobre todo los de larga distancia, que no puede reprimir sus lágrimas ante la vista de la enorme basílica. Nosotros no fuimos una excepción, y hasta dos agnosticos como Alberto y Rafa sintieron la piel de gallina y se les iluminó el rostro. No era para menos
jueves, 29 de noviembre de 2007
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1 comentario:
Pon fotos tio
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