La verdad es que estábamos hospedados en pleno casco histórico, y muy cerca de las famosas calles de los encierros de Sanfermines. Elegimos para la comida, el Asador Iruñazarra, en plena calle Mercaderes. Infinidad de veces había visto la fachada de nuestro restaurante, sin imaginar que allí existiera un asador. Las imagenes que da la televisión en las retransmisiones de los encierros, dan un aspecto muy diferente a como en realidad es aquella zona, debido a los encuadres que realizan, mas centrados en los toros y los mozos que lo corren. El caso es que nos sentamos a la mesa y elegimos un menú compuesto por unos chorizos a la sidra, tortilla de bacalao, un asado de carne de 400 grs. y toda la sidra que pudiéramos beber. Solo había que levantarse y llenar la jarra tantas veces como quisiéramos de una enorme barrica.
La comida fue excelente, y la conversación muy agradable, pues era ocasión para ir hablando de nosotros e ir conociéndonos mejor. Lo que dio pie a una larga sobremesa, que hubimos de interrumpir ya que los camareros ya habían recogido todas las mesas. Trajeron la cuenta, y Esperanza se dio cuenta de que habían cobrado un cubierto de menos, con lo que pensamos dedicar el regalito para pagar los cafés en algún otro bar. Salimos de una pieza, a pesar de la "sidra a barra libre".
Para hacer bajar la copiosa comida, decidimos realizar a pie el encierro. Fuimos hasta la zona de los corrales y por la Cuesta de Santo Domingo, donde fotografiamos la pequeña imagen de San Fermín en su hornacina, y de allí al Ayuntamiento, donde visitamos en una plaza cercana un Mercado Medieval. De ahí por Mercaderes y la calle Estafeta, llegamos hasta el callejón de la plaza de toros. Antes en Estafeta, compramos algunos souvenirs en una tienda abierta a pesar de ser domingo por la tarde, y casi junto al edificio de Telefonica pudimos ver el reloj en el que se marcan las días, horas y minutos que faltan para las próximas fiestas, reloj que esta en la fachada de la tienda de camisetas Kukuxumusu.
En aquel punto me encontré con el grupito de franceses que había conocido aquella mañana a la salida de Zubiri. Habían adoptado, al ser francófonos, al matrimonio canadiense cuya señora se había dado aquel tremendo batacazo en la bajada del bosquecillo. El marido inicialmente me cayó fatal. No es que me hiciera nada el pobre hombre. Pero tenia un parecido asombroso con el personaje de agente de la Gestapo de la primera película de Indiana Jones. Aquel al que se le quedaba grabada en la palma de la mano el relieve de un medallón secreto debido a su exposición al fuego. Parecían gemelos. Calvos, bajitos, con gafitas redondas, rictus serio y mal encarado... y además, el de la peli había querido matar al bueno de Harrison Ford... ¿habráse visto? Días después volví a encontrármelo en una iglesia. Y aquel hombre que me caía mal por semejante tontería, resulto ser un santo varón... temeroso de Dios y de su santa iglesia católica... un hombre cabal donde los hubiere...
Llegamos hasta la plaza del Castillo, y enseguida dimos con el Café Iruña, y para no desaprovechar la ocasión, nos metimos entre pecho y espalda unos chocolates con churros. En el momento de las fotos, Javier le pidió a un joven de una mesa vecina, que nos hiciera una de grupo. A su vez, él le hizo otra al muchacho y a sus amigos con la cámara que llevaban.
Iba cayendo la tarde, estábamos algo empachados y decidimos regresar hacia la albergue, no sin antes intentar visitar la catedral, pero nos fue imposible pues estaba cerrada.
De nuevo en el albergue, nos dedicamos a conversar con dos matrimonios valencianos, tres de ellos maestros y el cuarto, conocido de Miguel, que trabajaba en un hospital cercano a su pueblo. Yo me entretuve escribiendo notas para mi diario, y viendo como caía la lluvia pues se había puesto a llover. Tuve un momento de dudas con respecto a la fiabilidad de las predicciones de mi cuñado y poco a poco nos fuimos preparando para pasar la noche. Al llegar a nuestro cuarto, la francesa dormía ya, con lo que no hubo ocasión de continuar con la bronca. Aun así, hice todo el ruido posible, cuando a media noche y ante el concierto de ronquidos que daban Javier y otro peregrino, y tuve que buscar en mi mochila mis tapones de cera. No hubo suerte... la francesa era de sueños profundos... como su mala leche.
miércoles, 9 de enero de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario