Entramos en los Arcos sobre las 2 de la tarde, y las primeras calles del pueblo, solitarias, tristes y desangeladas, con casas muy antiguas pero sin encanto, apiñadas unas a otras, no presagiaban nada bueno. En una esquina había un cartel de un estanco pero cuando me acerqué estaba cerrado. A esa hora ya me hubiera fumado un periódico enrollado, sin filtro ni nada. A medida que nos fuimos adentrando en la localidad, la cosa fue cambiando, y al menos la plaza de los Fueros y la proximidad de la iglesia, le daban otro aire, algo menos antiguo y destartalado. Javier recordaba un albergue al otro lado del rio Odrón, y hacia allí nos encaminamos a través de un arco en las murallas. Al cruzar el puente se abría una amplia zona despejada y luminosa por el sol. Además, el verde de los aledaños de las margenes del rio le daban un aspecto mucho mas agradable. Nos inscribimos, sellamos y pagamos el albergue y nos encaminamos hasta la habitación para cuatro que nos había correspondido, quedándose Rafa, el último en llegar, en otro cuarto. No pareció importarle, incluso creo que lo agradeció, ya que sintiendo próxima nuestra marcha, la del matrimonio vasco y la mía al día siguiente, debía estar pensando en encontrar nuevas amistades para hacer el resto del Camino.
Nos duchamos y cambiamos, y acto seguido fuimos a lavar a mano nuestra ropa. En el momento de escurrir las prendas encontramos una especie de rodillo a manivela que dejaba la ropa sin una gota de agua. Pero lo curioso de aquel artilugio era su marca, ! Marca Acme ! Como en los dibujos animados del Correcaminos.
Acto seguido, eran casi las tres, nos encaminamos hasta el Restaurante Roal, donde nos encontramos con un matrimonio zamorano, que nos explicaron sus peripecias para subir los Pirineos aquel día en que llovieron los 146 litros. Por sus comentarios aquello debió resultar dantesco, ya que el agua bajaba por el sendero en forma de riada, el barro hacia casi impracticable el terreno, y la cortina de agua que caía no dejaba ver a mas de 4 o 5 metros. Aquella gente hubo de desviarse hasta alcanzar la carretera de Valcarlos, llegar hasta el alto de Ibañeta y ya en asfalto poder llegar hasta Roncesvalles.
Una camarera muy joven y simpática nos ofreció el menú del peregrino, que aquel día consistía en Borraja, una especie de guiso con acelgas, judías pintas y patata que, por una vez, me comí con gusto. Tal vez en mi casa hubiera retirado las acelgas, que normalmente no me gustan, pero ese día me lo comí todo. Rafa por su parte eligió lentejas con chorizo, a las que condimentó con bastante vinagre, como se las hacía su madre en Almería. Y durante el resto de la comida nos fue dando una clase de cocinar esas legumbres, echando a faltar en su plato algún trozo de tocino y el hueso de jamón.
De ahí fuimos hasta el bar Ezequiel (tuve un emotivo recuerdo de la Pulpería Ezequiel de Melide... debió caerseme alguna lágrima solo de recordar aquel plato de pulpo con cachelos y el Riberiro en tazón) para tomar un café, y allí nos encontramos, como no podía faltar, con los dos matrimonios valencianos. Ellos acababan su periplo por el Camino aquel mismo día. Los maestros debían reincorporarse al trabajo pues las clases empezaban al lunes siguiente. Volvían en autobús hasta Pamplona donde habían dejado su coche, con lo que no volveríamos a ver esos ojos tan azules de Inma, una de las maestras valencianas. Tras el café nos despedimos de ellos, y nos encaminamos hasta el albergue para descansar un poco. Al menos yo, necesitaba un par de horas de reláx.
miércoles, 30 de enero de 2008
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1 comentario:
se te ha olvidado comentar la bronca que me daba Javier cada vez que pedía vinagre o limón para la comida, decía que mataba el sabor del plato que fuera, tenía razón, pero a mi me gustaba el vinagre en las lentejas y cuando me decía eso yo lloraba mucho, y no había nigún camarero que entendiera a mano, como tu y él tuvisteis el vuestro.
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