Algún problema técnico me impidió acabar mi entrada del miércoles, y el jueves otro tanto, después de haber escrito y por dos veces lo que quería relatar. Espero tener mas suerte esta tarde.
En cuanto a colocar alguna foto en mis entradas, he desistido ante los continuos fracasos. Quien desee ver mis fotos ya sabe donde dirigirse. A Picasa, con enlace directo desde Mis Favoritos.
Y volviendo a la etapa de Pamplona... tras dejar atrás Larraosaña, nos internamos por un tramo que a mi me produjo una especial sensación. El paisaje había cambiado notablemente con respecto a la primera etapa, que consideraremos de montaña. La de este día, si bien de vez en cuando atravesábamos algún pequeño pero precioso bosque (ya está, seguro, el de Almería pensando en despotricar por mi gusto a los bosques...) fue transcurriendo a la vera del rio Arga, con infinidad de bellos árboles a un lado, y unos grandes y verdes prados al otro. En ellos, muchos peregrinos se paraban a descansar, y algunos bocadillos afloraban de las mochilas produciéndome un exceso de salivación y de pura envidia, ya que estábamos sin desayunar ni almorzar.
En una agresiva bajada, cuando caminaba adelantado a mis compañeros, fui testigo de como una jubilada canadiense resbalaba, perdía pie y se daba un morrazo impresionante, rebotando un par de veces con sus sendas costaladas, pero como un resorte se levantó, se espolsó la tierra, y como quien dice aquellos de "que caida mas tonta" continuó su camino, sin darme tiempo a mi a reaccionar para auxiliarla.
Como la dicha no puede ser eterna, fui notando un ligero dolor en los dedos de los pies, no pasaba de simple molestia, pero la cosa a medida que caminaba fue a mas. Aguanté bien pasando pueblos de "un solo nombre" como Akerreta, Irotz, Zabaldika... pero en Arleta el dolor mucho mas intenso, iba acompañado de una sensación humeda en los dedos. Paré junto a una fuente y me descalcé, comprobando que los "calcetines especiales anti-ampollas" por su grosor me habían aprisionado los dedos en las botas y una esquinita de las uñas me había producido una herida que sangraba. Cuando mis compañeros llegaron a mi altura, Esperanza sacó su bien surtido botiquín, me limpió la sangre y me curó. Esta mujer era como una madre. Sin prácticamente conocerme, 24 horas antes eramos unos perfectos desconocidos, tomo mis hinchados y sobre todo sudorosos pies y se aplicó en las curas como si de un hijo suyo se tratara.
Esperanza, con 52 o 53 años, madre de tres hijos en edad universitaria, trabajaba como administrativa en un hospital donostiarra (al igual que MªJesús, la ovetense del primer año) de ahí que sus botiquines fueran de los mas surtidos del contorno. Su marido, Javier, cuatro o cinco años mayor, trabajaba en banca, en una sucursal de la Kutxa, la caja de ahorros de San Sebastian. Javier ya había realizado uno o dos años antes el Camino, pero en bicicleta, deporte del que era muy aficionado como buen vasco. Participaba cada año en varias competiciones ciclistas y se le notaba entrenado, delgado para su imponente altura y fuerte. Esperanza no había preparado nada especial para la aventura. Fuerte de carne en su tren inferior, como mis tres granadinas del año anterior, pero se la veía muy dispuesta y aguantaba el ritmo de cualquiera que le diera ocasión para la conversación. Solo flaqueaba en las bajadas, debido a algún problema de rodillas. El tercero del grupo, Miguel el valenciano de Enguera, un buen tipo, muy campechano, también había realizado anteriormente la peregrinación, era tal vez un par de años mayor que Javier, rozando ya los sesenta y trabajaba como transportista de frutas, normalmente con una ruta que le llevaba hasta Irlanda. No parecía importarle viajar casi cada semana hasta aquellas latitudes, ya que tenía una hija estudiando o trabajando en una ciudad irlandesa, y de paso podía verla a menudo.
Hora y media después llegábamos a la altura de Arre y nos deteníamos en su precioso puente románico. Cuando sacábamos las cámaras para las fotos, un joven se ofreció a hacernos una de grupo, y por su acento, supimos que era andaluz. Visitamos la iglesia de Santa Trinidad y nos entretuvimos hablando con un sacerdote, un hermano Marista, que era hospitalero del albergue adjunto. Según me contó había estado destinado en el Seminario de Guardamar, y conocía mi antiguo colegio en la avenida de la Estación de Alicante.
Cuando salimos de la iglesia no había señales de Esperanza. Estuvimos esperandola un rato, pero Javier, nada preocupado, optó por que continuáramos pues seguro que nos encontraríamos pronto.
Con lo que enfilamos la larga recta del cinturón industrial de Pamplona, que pasando primero por Villaba, el pueblo de Miguel Indurain, y luego por Burlada, nos llevó en poco mas de una hora, hasta las primeras calles de la primera gran capital de provincias del Camino Francés, y al puente de la Magdalena, de nuevo sobre el Arga. Bordeando las murallas de la ciudad, llegamos al casco histórico de la Navarrería pasando por el Portal de Francia, donde enseguida dimos con un albergue situado en una escuela de monjas Adoratrices, que admitía peregrinos en verano.
Un joven y algo amanerado hospitalero iba ya a ponernos problemas para inscribir a Esperanza sin estar presente, cuando nuestra amiga apareció por la puerta acompañada por el joven andaluz de la foto en Arre.
Cuando dio sus datos, supimos que se llamaba Rafael, mas tarde Rafa para los amigos, y que era de Almería. Cuando hacíamos la cola para las duchas, nos comentó que había estado andando en compañía de un bilbaíno y de un madrileño, pero que por algún motivo no se sentía muy a gusto con ellos, por lo que pensaba unirse a nuestro grupo, si no teníamos inconveniente. Yo vi el cielo abierto. Con uno mas en el grupo podríamos repartir los momentos de "conversación" con nuestra simpática vasca. Y a lo mejor el entendía mejor al valenciano y podía servirme de interprete. Al final, ni lo uno ni lo otro, pero no obstante nos lo quedamos. Algo así como pasa con los hijos tontos... ¿para que tirarlos? Se quedó con nosotros.
Antes de irnos a comer, aun tuve tiempo de encabronarme con una francesa, que me ponía problemas con la parte de la litera que yo le había dejado (la de arriba, naturalmente) Pensando que yo no la entendería en su idioma, empezó dirigirme una serie de ordinarieces, casi insultos. Impertérrito (me gusta esta palabra, ¿ que le voy ha hacer ?) con cara de póquer, la dejé acabar, y entonces, en mi mejor francés, sin acento, le dediqué ordinarieces mas gordas y mejores insultos. Se quedó alelada... incluso su marido, que andaba por allí, agachó la cabeza e hizo como si no la conociera de nada.
En el Camino todos somos peregrinos, todos iguales o casi, con el mismo espíritu de compañerismo, pero cuando alguno se pasa de listo, como esa "gabacha" que se pasó de chauvinista" conmigo, se me hinchan las venas del cuellos, se me nubla la vista, me acuerdo del 2 de Mayo... y me pongo guerrero cual Catalina de Aragón.
Mucho mas entonado después de haber liberado tensiones, con los índices de adrenalina ya en parámetros habituales, y con mucho apetito, ya que aunque la etapa del día de solo 20 Kms. no había sido dura, la falta de un sitio donde "repostar" nos tenía con un hambre canina. En aquel momento me hubiera comido un caballo... ¿Que digo de caballos?... me hubiera comido un francés empezando por los pies. Salimos y buscamos un restaurante con el animo de darnos un homenaje.
viernes, 4 de enero de 2008
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2 comentarios:
Hola, soy un anónimo, esto.., que estúpida la francesa, encima de que le cedistes tu cama baja, yo nunca se la cedería a nadie. El muchacho de Almería, parece muy símpatico, que suerte tuvisteis al dar con él, verdad?
No te rindas con las fotos ,tenpaciencia,eso es algo que no acabas de hacer bien,yo ya cuelgo hasta videos.Animo peregrino.
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