viernes, 28 de marzo de 2008

Hasta Grañón

Después de la visita a la Catedral, regresé al hostal para ver si mis canarios habían vuelto, y nos ibamos juntos a cenar. Los encontré en su habitación, con una bolsa enorme de tomates y peras que le habían dado esos amigos de Santo Domingo con los que habían pasado el día. Les propuse ir hasta una pizzería cercana que había visto, pero ellos a su vez me propusieron cenar aquellos tomates en su habitación. Les dije que si, que me esperaran un momentito a que fuera coger mi pastilla para el azucar... y con las mismas me bajé y me fui al restaurante, donde cené una exagerada pizza bolognesa que me costó acabarme, pero con la que quedé mas a gusto que Dios. Compré también en un colmado cercano, algo para desayunar por la mañana, pues me había informado que el bar del hostal no abría temprano.

Y ya cansado de la etapa y de la gira turística de la tarde, me volví hasta mi habitación donde vi algo de tele. Algo debieron barruntarse los de la habitación de al lado, tal vez captaron que no estaba muy contento con ellos, ya que el gordo me mandó a Jesus, el mas calladito y docil, para ver que me pasaba y para establecer la hora de salida a la mañana siguiente.
No dormí muy bien aquella noche a pesar de mi enorme cama. Las piernas me dolían una barbaridad, pero aún así descansé lo suficiente para despertarme a las 6,30 de muy buen humor, a pesar de que algún desalmado de peregrino extranjero andaba trasteando en el baño comunitario.

Me aseé rápidamente, me vestí, preparé la mochila, y me zampé unos bollos con un batido de chocolate, y a la hora señalada, las siete, estaba ya en la calle. Nuevo error. Comprobé con estupor que estaba lloviendo, justo en el momento en que se cerraba el portal del hostal... y yo sin llave, pues la había dejado en la puerta. Pensé que los "amigos" bajarían en unos pocos minutos, pero fueron cerca de 20, y con el frío de la mañana y las gotitas de lluvia que me mojaban, todo aquel buen rollito con el que me había levantado se esfumó en un santiamén.
Aquellos dos bajaron como dos elefantes en una cacharrería, haciendo un ruido atronador, dejando caer sus bordones, entrechocando sus cantimploras... y en fin, despertando a todo aquel que no lo hubiera hecho con el extranjero de media hora antes.

En ese momento, cuando por fin sus excelencias tuvieron a bien bajar, me dí cuenta de lo aparatosas que eran sus mochilas. Mas tarde, me comentaron que cada uno llevaba 17 kilos de peso a la espalda. Y estaban muy seguros de ello, ya que habían pagado una exageración por exceso de equipaje en el aeropuerto de Tenerife cuando habían viajado hasta la peninsula. A todo esto, había que añadir un par de kilos mas de la bolsa de tomates sobrantes de su cena... ver para creer.
Por fin nos pusimos en marcha y yo pude entrar en calor. La lluvia paró, dándose una pequeña tregua, pero todo aquello no mejoró mi estado de animo.
A la salida de Santo Domingo, nada mas cruzar el puente, a punto estuvimos de equivocar el camino, al seguir a un grupo de peregrinos... seguro que extranjeros... mal rayo los parta a todos.

Y cuando llevabamos apenas un par de kilometros andados noté como el ritmo de mis acompañantes decaía notoriamente. En la ligera subida a la Cruz de los Valientes vi claramente que esa iba a ser la tónica de la etapa, yo tirando de dos tipos que iban a su puñetera bola. Con lo que decidí unilateralmente andar a mi ritmo... y tonto el último. Amanecía cuando pasé junto al madero de la Cruz, y la bella estampa que pude contemplar, vivir aquel especial momento, es de las cosas que no olvidaré en mucho tiempo.

Seis Kms. mas adelante entraba en Grañon, último pueblo de la Rioja. Frente a su Iglesia de San Juan Bautista, del siglo XVI, encontré una especie de tienda-bar, mas o menos del mismo siglo pero que me podía valer. Tras hacer una tremenda cola en la que me entretuve, y aluciné, viendo un cartel del Camino Francés, para hacerlo en solo 19 etapas, me pedí un cafe con leche caliente y unas magdalenas que me comí con deleite.
Oi a alguien decir que el albergue estaba en la misma iglesia, y allí me encaminé para visitarlo, y sobre todo, para comprobar sus aseos. Finalmente era un solo aseo, en el que apenas cabía una persona y en el que tuve que entrar practicamente de canto. Salir fue aún mas difícil, pero lo conseguí... ! Vamos, que como para ir con una urgencia ¡. El resto del albergue, antiquisimo pero de muy buen aspecto. Con suelos de madera, chimenea, un amplio comedor, una puerta que daba al coro de la iglesia y desde donde se podía contemplar perfectamente el Altar Mayor, un tendedero en la torre campanario, y los colchones en el suelo de una gran sala, estaba llevado aquellos días por hospitaleros franceses, con los que departí unos momentos y me permitieron subir hasta lo mas alto del campanario para ver las vistas, aunque una plaga de palomas asustadas por mi presencia no me dejaron hacerlo a mis anchas.
Y de pronto, empezó a jarrear agua. Bajé corriendo los viejos y peligrosos escalones, ya que había dejado mi mochila en la puerta de la tienda-bar. Al pasar vi a los canarios, que por fin habían llegado, comiendo... como no, tomates, recogí la mochila al vuelo y fui a refugiarme bajo los soportales de la casa consistorial del pueblo. Aquello parecía que iba para largo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

PUES SÍ ALBERTO, MÁS VALE IR SOLO QUE MAL ACOMPAÑADO.