Cumplido el tramite del almuerzo el numeroso grupo se puso de nuevo en marcha y pronto alcanzó la carretera a la altura de Casas de Almansa, que no llega a ser ni siquiera aldea, pues solo se trata de un almacén y corral de ovejas que, precisamente al paso de nuestra expedición, salían a pastorear la yerba de los alrededores.
Un poco mas adelante, a punto ya de dejar la provincia de Murcia y entrar en la de Albacete, nos encontramos, como en años anteriores, con los restos de una antigua calzada romana, compuesta por algunas piedras de enorme tamaño en las que pueden verse aun, muy bien conservadas y nítidas, huellas de rodaduras de algún carro que debía seguir aquella Vía que se extiende desde Cadiz (o Gades, como la llamaban los romanos) hasta la mismísima Roma, centro de aquel Imperio. Y no. No es que un servidor esté especialmente versado sobre Historia de la antigua Roma, sino que esta, y otras muchas anécdotas, forman parte de la extensa explicación que habíamos recibido de nuestro Presidente durante la salida de Alicante horas antes.
Casi a la altura del monolito que marca el lugar del llamado Cerro de los Santos rodeado, como no, de infinidad de vides, cientos de pequeñas cepas distribuidas con un orden y una simetría prodigiosas, el grupo se desvió por una senda a través del monte. Aquella nueva ruta que iniciábamos en aquel momento difería de la habitual, que discurre por una carretera, siempre estrecha y un tanto peligrosa. También el paisaje por aquella nueva ruta cambiaba considerablemente y la monotonía del asfalto, solo rota por una abundante pinada que se encontraba próxima, cambió a monte bajo, con tierra y naturaleza por doquier, de continuas subidas y bajadas, eso si, pero que el peregrino siempre agradece cuando puede elegir y que fue muy del gusto de los expedicionarios conforme se oían los comentarios y conversaciones.
Aquel sendero, como tobogán o montaña rusa, nos llevó algo mas de hora y media y solo alguna pequeña parada para los típicos reagrupamientos interrumpió la marcha. El ritmo seguía siendo alto a pesar de que las piernas iban acumulando el cansancio. Las conversaciones entre los peregrinos seguían, aunque ya con menor desparpajo, pues el que mas y el que menos, intentaba evitar que las fuerzas marcharan por la boca, como suele decirse. Y de pronto, al salir de un recodo del camino, nos apareció en lontananza, el Castillo de Montealegre. Aun quedaba algo así como una hora, pero el ver a lo lejos el final de la etapa hizo que se renovaran los bríos en la marcha, como si las zancadas se hicieran mas fáciles, y en general, cayendo en la trampa que a veces nos ofrece el Camino de querer vender con antelación la piel del oso, pensar que la cosa está hecha, y creer que la etapa está conclusa solo por tener el pueblo a la vista. Sin embargo, hay que reconocer que la vista, a medida que nos acercábamos a Montealegre, era espectacular y ciertamente bonita, con el sendero recto y a la vista desde aquella altura con la que lo observabamos. Los campos que circundaban la villa, nítidos, claros y de diferentes tonalidades que eran un placer para los ojos y el espíritu.
Un poco antes de llegar a las inmediaciones de la localidad, reagrupamiento general, pues teníamos ya a la vista a las personas que habían salido a recibirnos, y salvo algunas bromas con respecto a que la Banda de Música no se veía entre ellos, la formalidad y la expectación prendió entre "el cuerpo expedicionario" a cuya cabeza, y como manda el mas rancio protocolo, se fueron situando las fuerzas vivas (pero cansadas) de nuestra Asociación.
martes, 24 de febrero de 2009
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