miércoles, 9 de julio de 2008

Comida en Minaya

Acabada la visita a la Iglesia de Santiago de Minaya, y la simpática charla con su párroco, Don Josico, nos dieron suelta para que cada uno buscara sitio donde comer, aconsejándonos que lo hiciéramos en un restaurante en la otra punta del pueblo, lugar elegido por el autobús para recogernos y devolvernos a casa. El grupo se fue disgregando, cada uno por su lado en busca de un buen lugar para la pitanza, y yo acompañado de una renacida y recuperada Crecen, y con Berin y su amiga Pepi nos fuimos internando por las solitarias calles del pueblo, intentando encontrar el susodicho restaurante. Las tres de la tarde y el sol implacable cayendo de plomo sobre nuestras cabezas, nosotros buscando desesperadamente la esquina que nos llevara hacia el bar pero nadie a quien preguntar para que nos orientara. Solo unos locos como nosotros se aventuraban a andar por aquellas calles con la que estaba cayendo. Sin duda los lugareños, tras haber comido, estaban de siesta a la fresca. Pero en el ultimo momento, cuando los ánimos volvían a decaer entre nuestras filas, vislumbramos a lo lejos una explanada donde varios camiones y autobuses estaban estacionados y, ya mas cerca, localizamos el Restaurante Antolin donde en su puerta se encontraba la abuela que minutos antes se bañaba en la fuente del pueblo, la excursionista que siempre andaba en cabeza con sus dos largos palos. Andaba la mujer preocupadísima y alterada, ya que no encontraba su móvil, y pidiéndole a un paisano que acababa de salir del bar y estaba a punto de coger su coche si la podía llevar hasta el lugar en que por la mañana habíamos almorzado, segura de que allí lo había dejado olvidado. El buen hombre hacía lo que podía por escabullirse de aquel "marrón" en el que la pertinaz señora, poco a poco pero machaconamente, intentaba embarcarlo. Nada menos que volver atrás unos doce kilómetros y buscar una aguja en un pajar. Nosotros pasamos al interior del restaurante con la cabeza baja, haciéndonos los suecos, no fuera que nos fuera a salpicar de alguna manera aquello.
El enorme interior del bar encontramos acomodo, y como viene siendo habitual en estas excursiones, tras conseguir el permiso de los dueños para comer nuestros bocadillos, pedimos las bebidas bien frías y algún aperitivo mas y los despachamos con gula, con verdaderas ansias, pues el hambre que traíamos era grande. En esta ocasión, y a la hora de los cafés, echamos de menos los carajillos de ron Negrita de nuestros amigos Tere y Daniel que andaban aún en su tramo del Camino Francés por tierras castellanas. Sin embargo pudimos comprar unas tortas de manteca que era lo típico de aquel lugar, y de las que yo me llevé al día siguiente "alguno" se las comió en el desayuno.

Pasadas las cuatro de la tarde cuando acabamos de comer, y de la consiguiente tertulia que suele formarse entre nosotros en la corta sobremesa, cuando nos encaminábamos hacia el autobús vimos aparecer a la abuela del móvil, que había finalmente conseguido embaucar al pobre hombre (nadie había tenido ninguna duda la respecto) y regresaban en el coche tras buscar infructuosamente el teléfono de la peregrina. Al tipo, un autentico calzonazos, un blando, en lugar de quedarse en su casa del pueblo durmiendo la siesta, le habían obligado a recorrerse parte de la provincia para nada. Aceptaba resignado las excusas y agradecimientos de nuestra pesada compañera, y buscaba la oportunidad para desembararse de aquella molesta señora y salir corriendo y tratar de olvidar aquel penoso episodio.

Todos en el autobús para el recuento de los pasajeros por parte de los monitores, el CD de las fotos en el vídeo para amenizarnos las dos horas de viaje hasta Alicante, las hojas de estadísticas y sugerencias del Ayuntamiento ya repartidas y a punto de rellenar por los asistentes a la excursión, y de pronto un grito de jubilo en la parte trasera de bus... era la molesta abuela que había encontrado su telefonillo. Sin duda se le había caído por la mañana en el momento de bajar de el en La Roda. Me entraron ganas de abofetearla y decirle lo tonta y latosa que era, pero realmente quien debía haber hecho todo esto, incluso asesinarla, era el gilipollas que la había paseado en coche por toda la provincia de Albacete. El mas tonto de los Don Quijotes albaceteños.

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