jueves, 31 de julio de 2008

Fastidioso viaje

Llegó por fin el día 8 de Septiembre, y tras despedirme de MD antes de que marchara al trabajo, me encaminé hacia la Estación de Madrid para tomar mi tren que salió puntual. Los viajes hasta el lugar de destino suelen ser un engorro y un aburrimiento, y este hasta Burgos lo fue en extremo. Hasta Madrid la cosa no fue del todo mal. Las dos primeras horas fui mirando los paisajes por la ventanilla, tratando de descubrir y rememorar algún tramo del Camino del Sureste que discurría paralelo a las vías, aunque con poca suerte, la verdad. Luego las dos siguientes con la peliculilla de vídeo que suele amenizar y casi acortar el viaje. Y una vez en la capital, a las dos de la tarde, a esperar algo mas de una hora el tren a Bilbao, que me dejaría en Burgos. Aproveché para comer en un bar, y luego fumarme medio paquete de Ducados... por los que no me había podido fumar entre Alicante y Madrid, y por los que dejaría de saborear en las siguientes tres horas.
A las cuatro de la tarde me fui posicionando, mirando los paneles horarios, para comprobar con estupor que mi tren traía retraso. Supuse que serían pocos minutos de espera, pero la cosa se fue eternizando, se me hizo interminable. Con mas de una hora de retraso, con un mediano cabreo y pasadas las 5 de la tarde, salíamos por fin, para volver a pararnos otro cuarto de hora a unos centenares de metros. Mi problema principal era la hora de llegada al hostal San Juan que había reservado, y la manera de llevar su negocio del hospedero, que recordaba del año anterior, bastante relajado, pasota y pensando que el negocio funcionaba solo, solía abandonar el hostal según le venía en gana. Todo fuera que aquel día precisamente se le ocurriera irse a casa un poco antes y nosotros tres nos quedáramos sin llaves ni habitación. Intenté llamar en varias ocasiones a los vascos para avisarles de mi mas que previsible retraso, pero estábamos ambos sin cobertura en medio de nuestros respectivos viajes. No había manera. Y cuando llegó la hora en que debía haberme reunido con ellos, mi móvil, que ya daba signos de agotamiento desde hacía semanas, se quedó sin batería sin previo aviso. Los nervios afloraron y me puse en lo peor.
Con hora y media de retraso, a las 20,30, con una estado de ansiedad increíble, desembarcaba en la estación, y por suerte encontré un teléfono público y conseguí llamar a Javier. Me esperaban junto al Arco de Santamaría, así que hacia allí me encamine, pero a los pocos pasos tuve que detenerme para colocarme calcetines, botas y prenda de abrigo pues el principio del otoño en aquellas latitudes no era el veranillo que nos acompaña en el levante hasta finales de Octubre. A la caída de la tarde allí hacía un frío considerable.
Abracé a mis dos amigos, que habían soportado la espera estudiándose hasta las esquelas del periódico del día, como puede apreciarse en la imagen, y sin darles tiempo a que se explayaran conmigo les conté mis sospechas con respecto al dueño del hostal, con lo que nos encaminamos raudos hacia allí, hablando y poniéndonos al día mientras transitábamos por el Paseo del Espolón, la Diputación, la Plaza del Cid y un poco mas adelante entrabamos por fin en el hotelito, donde Ismael, que así se llama el dueño, un tipo raro, medio hippie, con pelo largo en cola de caballo y barba, no solo nos esperaba, menos mal ¡¡¡, sino que se vio en la obligación de darnos conversación, explicándonos como le iba el negocio y alguna escapada que el mismo había hecho al Camino. Consideré demasiado largas sus explicaciones y peroratas, y algún gesto de mi cara le debió indicar que ya nos aburría, con lo que con las llaves y la factura en la mano, tomamos posesión de nuestras habitaciones y tras un rápido aseo, salimos para buscar un sitio donde cenar.
Tras la cena en plan tapeo, de la que solo mencionaré una tortilla de pimientos rojos, unos filetes de merluza rebozada y un pincho moruno, que me sentaron de maravilla, dimos un pequeño paseo mientras informaba a mis compañeros que aquel mismo día Rafa, el vecino de abajo, viajaba desde Almería hacia Lourdes para iniciar desde Francia su segundo periplo santiaguero. Eran pasadas las diez de la noche, el fresquito lejos de remitir iba arreciando, y según el horario del peregrino iba siendo hora de recogernos y acostarnos, con lo que volvimos al hotel y cada uno a su cuarto, quedando a la mañana siguiente en salir sobre las 7.
Con el móvil conectado a la red, cargándose dificultosamente su batería, lo que sería una tónica insufrible durante los siguientes días, llamé a MªDolores y le conté el fastidioso viaje, la cena y el paseo por las calles de Burgos y como había encontrado a mis dos donostiarras para, una vez cortada la comunicación, caer rendido en la cama, pensando en cuanto bueno había de sucederme en aquel nuevo tramo. ! Empezaba de nuevo la aventura ¡.


1 comentario:

Anónimo dijo...

La verdad es que lo de el viaje hasta el destino siempre es un coñazo, a mi solo me lo salva la ilusión y la emoción que llevo de la nueva aventura y algún paisaje bonito, pero son muchas horas.
Ahora mis tres compañeros empiezan su peregrinación mientras yo llego a Lourdes.
Por cierto, menudo garrote tiene Javier.