miércoles, 2 de julio de 2008

Llegamos a Minaya

Tras el gracioso episodio de los aspersores de riego y la ducha que todos nos dimos, continuamos caminando en lo que sería el tramo final hasta la ultima localidad albaceteña antes de entrar en la provincia de Cuenca. Nuestro guía seguía imprimiendo un fuerte ritmo a fin de llegar cuanto antes a Minaya, y tras una hora aproximadamente alanzábamos la primera edificación del pueblo, su piscina municipal, en cuyo muro todos los presentes fuimos dejándonos caer rendidos, a la sombra y esperando a los últimos rezagados. Había hecho los postreros kilómetros en compañía de Crecen, charlando de nuestras cosas y de cuando en cuando criticando las prisas con las que nos estaban llevando. Cuando mi amiga se dejó caer junto al muro, una vez relajada, empezó a sudar desaforadamente, le cambio el semblante siempre risueño, y empezó a sentirse ramtadamente mal. El intenso calor, mas que la posible dureza de la etapa, le había pasado finalmente factura y hubo que refrescarla con las ultimas gotas de agua que nuestras botellas y cantimploras aún conservaban, lo que la repuso de su malestar. Sin embargo Crecen debió tomar buena nota de que el calor sería en adelante la tónica predominante de nuestras etapas, con lo que aquella fue la ultima del año 2007 en la que participó.
De nuevo en marcha, y por las calles de Minaya, tuvimos ocasión de contemplar los muros, mas bien murallas, del Castillo, que según contaban había sido adquirido por una promotora para construir en su interior una urbanización de bungalows. (La pela es la pela, y hay que aprovechar cualquier metro de solar para hacer negocio)

De esta manera alcanzamos la plaza del pueblo y la iglesia de Santiago. De nuevo la gente por los suelos intentando reponerse y buscando la sombra, en espera que Juan Romero fuera a buscar al párroco del pueblo, que a esa hora, pasadas las dos de la tarde, andaba en su casa comiéndose una sopa.

En eso estábamos, cuando a los gritos de una paisana del lugar, comprobamos como una peregrina asidua de nuestras excursiones, una abuela que suele caminar con dos palos siempre en cabeza, incluso a veces corriendo para adelantarse al numeroso grupo, remangándose los pantalones y descalzándose, había entrado en una pequeña pero bonita fuente que había en la plaza, y andaba chapoteando tal como si estuviera en el cuarto de baño de su casa. Haciendo oídos sordos a las protestas de la vecina que, desde su ventana veía como una desconocida se adueñaba y hacía un irrespetuoso uso de los pocos alicientes artísticos de su pueblo, nuestra maleducada compañera seguía a lo suyo dándose un baño de pies y paseándose dentro de la fuente. Pero no acabarían ahí los desaguisados de nuestra "amiga" y antes de la comida aún tuvimos que soportar otra parida de la abuela.

Por nuestra parte, Berín y yo, nos adentramos por las calles de la localidad hasta alcanzar el ayuntamiento que ocupaba un edificio singular por su forma y el color de su fachada. A pesar de las banderolas que anunciaban las próximas elecciones, conseguimos hacer algunas buenas fotos de aquella edificación. Y como por lo visto, el cura había acabado con su sopa, y habían conseguido arrancarlo de su cómoda casa para abrirnos la iglesia, nos encaminamos hasta ella para la visita, que esperábamos fuera corta ya que el hambre empezaba de nuevo a hacer acto de presencia.

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