miércoles, 26 de diciembre de 2007

Primeros kilometros por Navarra

A los pocos metros de la salida de Oreaga-Roncesvalles me encontré con un matrimonio de nacionales. La mujer le hacía una foto a su marido que posaba ante la Cruz del Peregrino. Los saludé, y seguí mi camino a pesar de que vi en la cara del hombre la duda de si pedirme o no que les sacara una foto juntos. Fue solo un gesto, pero al final debió cortarse. O tal vez pensaría, como el inglés de la colegiata, que le iba a robar su cámara... decididamente, no estaba teniendo suerte aquella mañana con las fotos. El caso es que seguí adelante, pensando que ya tendría tiempo, mas adelante, de hacer nuevas amistades. Por que de una cosa estaba seguro... de este nuevo tramo del Camino debía salir con una nueva hornada de buenos amigos como me había pasado el año anterior.
Al poco, encontré en un prado vallado, al lado del sendero, un rebaño de ovejas pirenaicas a las que fotografié, aunque cuando volví a Alicante y descargue las fotos, me encontré con que todas ellas habían salida con el efecto "ojos rojos" con lo que conseguí una foto de un grupo de varios carneros, con sus cuernos retorcidos y aquellos ojos que les daban un aspecto tan diabólico, que ya los hubiera querido Alex de la Iglesia para su película del Día de la bestia.
Los bosques de Galicia eran magníficos, pero aquellos del Pirineo los superaban con creces. Cada pocos metros andados suponía ver una nueva postal, o mejor aun, ser el protagonista de un documental de esos del National Geografic.
Y de tanto mirar a un lado y a otro, deje de fijarme en las señales del Camino y en un pequeño cruce me metí por un sendero equivocado, porque cuando ya llevaba un buen rato andando, me extrañó que la vegetación fuera tan tupida, de manera que había que apartar ramas y follaje para poder avanzar. Con lo que, vuelta atrás, y jurando en arameo por el kilómetro extra que me estaba dando sin necesidad, volví de nuevo a la ruta correcta.
Estaba disfrutando mucho de aquel tramo de la etapa. Creo que quedó claro en algunos de mis capítulos por Galicia, que me encanta andar por los bosques. Pero poco a poco iba añorando la compañía de mis queridos amigos del primer año. Era la única pega que podía ponerle a aquel esplendido día.
En Burguete, un precioso pueblo navarro, me detuve a desayunar, y tras un buen café con leche y un bocata de jamón, reinicie la marcha y el caminar entre frondosos arboles, lo que iba a ser la tónica de aquel día.
Me hubiera gustado mucho tener mejores conocimientos de botánica, o ser un poco mas de campo, y conocer las diferentes variedades de árboles y de plantas que me estaba encontrando. Recuerdo especialmente unas hojas que en principio me obstiné en pensar que era muérdago, cuando en realidad era acebo. Pero sobre todo, el haber sido mas de pueblo me hubiera servido para ahorrarme una nueva jaimitada, que me surgió unos kilómetros mas adelante. Fue cuando alcancé de nuevo al matrimonio español de la salida de Roncesvalles, y los encontré detenidos al borde de una zona boscosa cogiendo de unas altas matas unas bayas, azules unas y otras rojas, de las que la mujer tenía ya una cantidad considerable en una bolsa de supermercado. Yo volví a saludarles e hice ver que continuaba mi camino, pero tras subir una pendiente, seguir un recodo de la senda y perderlos de vista, encontré una nueva mata de aquellos frutos, y tras arrancar unos cuantos, directamente me los metí en la boca y mordí aquello que suponía debía ser el fruto de la pasión.
Un par de kilómetros después, aun seguía escupiendo restos de bayas, pero no conseguía quitarme aquel horrible sabor de la boca. Lo que me había comido era como cuarto y mitad de endrinas silvestres.
Días mas tarde supe que aquello no era comestible. Que solo servía para producir el famoso Pacharán navarro. Que aquellas pequeñas bolitas de colores, se dejaban durante varios meses sumergidas en anís, y que una vez pasado ese tiempo se tiraban y se embotellaba aquel licor resultante, con su sabor y color tan característico.
Creo que fue también ese día cuando tomé la solemne determinación de no meterme en la boca nada que no estuviera expuesto en las estanterías del Carrefoure, y con su etiquetado correspondiente, a poder ser en castellano.
Cuando iba escupiendo, y poniendo caras cada vez mas raras, no podía imaginar que seis meses después tendría en mis manos una botella con aquellas mismas bayas que aquella señora iba recogiendo al borde del Camino.

1 comentario:

Anónimo dijo...

De forma que, te gusta andar por los bosques, buscar muérdago y comer bayitas de colores, eh? vaya, vaya, con la paqueña Snow White. Pues ten cuidado que te puede aparecer el lobo, tonto.
Por cierto, creo que pronto vas a conocer al chico este tan majo de Almería, que suerte.