martes, 11 de diciembre de 2007

Por fin... la mariscada

Después del penoso episodio de los percebes, me encaminé hacia el Museo de las Peregrinaciones donde vi los números objetos expuestos, todos relacionados con el Camino de Santiago. Incluso una exposición itinerante sobre una inquietante peregrinación a la laguna de Saint Jacques, en Haiti, donde predominaban aspectos del vudú, mezclados con algo de religión católica. Digo inquietante, ya que muchas de las imagenes, todas en blanco y negro para añadir dramatismo, eran de negros en trance, revolcándose en el barro de las charcas, y varias de ellas en el momento de algún tipo de sacrificio de unos bueyes, justo cuando les rebanaban el pescuezo y la sangre manaba a borbotones. No entendí muy bien que hacían esas fotografías tan horripilantes, y la única conexión que le encontré fue la coincidencia del nombre de Santiago.
Para quitarme el mal sabor de boca que me habían dejado esas imagenes, me encaminé hacia la Rua do Franco, donde nada mas sentarme y ver la carta, me pedí una mariscada. El camarero con gesto compungido me dijo que las mariscadas eran para dos personas, no me hizo falta decirle que había estado a punto, un par de horas antes, de comerme mas de medio kilo de percebes crudos, ya que acto seguido me dijo que tal vez, si me lo tomaba con calma, podía comerme una yo solo, y pasó la comanda. A la hora de preguntarme por la bebida, y pedirle yo una botella de agua, puso de nuevo mala cara. Para no provocar un conflicto le pedí un vasito de vino, a lo que me contestó que mejor una botella pequeña de Alvariño... y así quedamos.
Cuando me llegó la mariscada comprendí lo que me había querido decir con la calma. Dos enormes vieiras en salsa, dos nécoras, varias cigalas, suficientes langostinos y camarones o quisquilla como para resistir un asedio, y para acabar cantidad de berberechos y algunos mejillones.
Por aquello de la calma, pensé en no comerme ni mejillones ni berberechos, pero poco a poco, poco a poco... acabé con toda la fuente lo que me ganó la admiración y las felicitaciones del camarero que había estado vigilándome cada vez que pasaba por mi mesa. Hasta el medio de litro de Alvariño, tan suave y fresquito, cayó aquel día. Tras el postre, que consistió en un trozo de tarta de Santiago, para acabar de empacharme, salí a la calle haciendo eses. Poco acostumbrado al vino, conseguí llegar a dura penas al hotel donde rematé la faena con una siesta del 12. Cansado, mareado, pero feliz y satisfecho por el deber cumplido.

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