martes, 4 de diciembre de 2007

Tarde en la Catedral


Aquella mañana de mi primer día en Santiago, no habíamos llegado a tiempo para la Misa del Peregrino, otro de los actos que no le pueden faltar en el currículum a un buen peregrino. Decidimos que al día siguiente no podíamos faltar a ella y conseguir así el Jubileo. Asesorado ya sobre el tema por parte de mis granadinas preferidas, debía confesar, oír misa y comulgar. Lo de confesarme preferí hacerlo aquella misma tarde, aprovechando que mis compañeros de viaje preferían dormir siesta. Me encaminé pues hacia la Catedral, pasando lista a todos mis pecados de los últimos años. Eran casi las 7 de la tarde, y en un confesonario un par de feligreses esperaban. Cuando llegó mi turno, el sacerdote me hizo un gesto como de que no fuera tan rápido. Me dijo, casi en un susurro que "su jornada laboral" había terminado y que volviera al día siguiente. Contesté que después de mas de 10 años sin confesarme, era auténtica mala suerte llegar tarde una vez decidido a volver al redil. Debió pensar que recuperar a "un cliente" tras tanto tiempo valía la pena, por que finalmente y con un gesto algo contrariado acepto confesarme. Todos mis negros pecados no le soliviantaron tanto como el hecho de los 10 años sin acercarme a la "garita". Me dio un chorreo considerable al respecto, pero acordándose de la hora, abrevió imponiéndome como penitencia el rezo de diez Salves y otros tantos Padres Nuestros. Supongo que uno por cada año de ausencia.
Me senté en un banco, mas relajado. No había sido para tanto después de todo. Y me dispuse a cumplir con lo mandado... pero de pronto me dí cuenta de que no recordaba la oración de la Salve. Preocupado, con la mente en blanco, solo con el Salve... salve... ¿y que mas? me puse a negociar con Dios y con Santiago. Los términos de la negociación fueron los siguientes: Les cambiaba las 10 salves por quince Ave Marías y asunto resuelto. Como ninguna voz respondió en aquella inmensa Catedral poniendo pegas al acuerdo adoptado, fui desgranando una a una las plegarias.
Mas tarde, cuando conté esta peripecia a mis amigos, todos rieron. Todos menos Inma y Angustias. Al día siguiente me dijeron, que aquella noche ambas habían rezado por mi esas diez Salves. Dicho de otro modo, habían hecho suya mi propia penitencia. Así de enorme es el corazón de mis granadinas. Y ahora pregunto yo... ¿tuve suerte o no, al encontrarme, allá por Triacastela, a estas maravillosas personas?.

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