jueves, 8 de enero de 2009

Extraño espantapájaros

Nos quedamos en mi ultima entrada, relatando los pestilentes efluvios que emanaban de algunas granjas a la salida de Santibañez de Valdeiglesias. El terreno, agreste y antipático, lleno de zanjas que el agua había ido realizando en incontables riadas tras las lluvias, iba empinándose y dificultándonos la travesía.
Volvimos la vista atrás y pude observar la carreterita por la que habíamos llegado al pueblacho. El sembrado de calabazas se veía extrañamente verde desde la altura y la distancia. Una mancha entre tanto terreno ocre y de secano. El pueblo había quedado atrás y también aparecía como un borrón del que solo sobresalía la espadaña de su iglesia. Y ante nosotros, mas de lo mismo, terreno yermo en espera de la siembra, piedras, surcos donde doblarnos los tobillos y solo algunos arboles a nuestra derecha, formando un pequeño bosque que sin embargo iba alejándose de nosotros a medida que alanzábamos. Y el sol pegando fuerte.
Durante un buen rato fuimos transitando de esta manera. Esperanza tenía ganas de hablar... yo no tantas de escucharla. Y decidí escapar, mediante la típica huida hacia delante, abriendo la marcha en solitario a pesar de alguna que otra dura rampa de la subida aquella. Una vez coronada la cima de aquella loma, de nuevo un paisaje extenso y aburrido se nos ofrecía a la vista. Me entretuve calculando mentalmente los kilómetros recorridos esa mañana y lo que aún nos faltaba para acabar. Dejé inmediatamente los cálculos, no fuera que me deprimiera, pues apenas debíamos haber pasado la mitad de la etapa y todavía debían quedarnos un par de horas de caminata.
Una ligera bajada parecía que nos llevaría a una nueva subida. Aunque aquella parecía diferente, pues desde la altura, de nuevo pude apreciar que nos dirigíamos hasta una zona de abundante arbolado, donde seguro podría esperar a mis compañeros y descansar durante un rato a la sombra.
Poco a poco, la nueva meta que me había impuesto, que no era otra que la de llegar cuanto antes hasta los arboles, se iba cumpliendo y para mi sorpresa vi desde la lejos como un peregrino esperaba de pie, como una estatua y miraba el paisaje. Durante varios minutos estuve observándole... ! el tio no se movía ¡ El paisaje podía ser bonito, al menos interesante, pero no era para tanto... incluso me volví por si yo me estaba perdiendo algo... solo campo y piedras y mis dos vascos en plena conversación, mas que andando, arrastrándose. Sin embargo el "gachó" no se había movido ni un solo centímetros desde hacía un buen rato.
Y cuando estaba a menos de cincuenta metros de él, me di cuenta que no era "él" sino "eso". Un extraño espantapájaros, mas bien un monigote que alguien había plantado allí y que infinidad de peregrinos se habían entretenido vistiéndolo con toda clase de complementos. Respiré tranquilo, pues había temido por momentos que aquel fuera uno de tantos frikies que de vez en cuando te topas por el Camino... y uno, que no está del todo sano y bastante tiene con lo suyo, teme encontrarse y tener que entablar tertulia con algún pirado.
Una vez ya en el sitio, me descargue de mi pesada mochila, encendí el consabido pitillo y me puse a dotorear todo aquello. La fotografía que adjunto en la entrada da una idea de lo que había allí montado. Bajo los arboles se había colocado una mesa de madera y unos bancos.
El espantapájaros, o lo que fuera aquello, parecía recién salido de las tiendas Decatlón... gorra, pañuelos, camiseta, sudadera, varios pares de botas y chanclas, su bordón y hasta pantalones... Un auténtico Capitán Tapioca de casi dos metros de altura y de lo mas sonriente, pues alguien había tenido el tiempo y los santos cojones de pintarle cara y todo.
Alrededor, con montículos de piedras, se habían formado tres o cuatro recuadros que aseguraban otros tantos carteles con diferentes escritos, poemas y bromas, como si aquello fuera el santuario de los maniquies.
Esperanza, en cuanto llegó, dio una autentica batida por el contorno por ver si conseguía rapiñar alguna cosa. Desde que el año anterior se había encontrado un colgante olvidado por algún despistado prendido en un árbol cerca de Boadilla, no perdía ocasión de repetir experiencias y ampliar su colección de objetos inútiles. Momentos mas tarde, sacaba de su mochila tres trocitos de pan con mantequilla y mermelada, que sin duda había tenido la ocurrencia de cargar desde el desayuno de San Martin, y por fin hube de reconocer que a veces tenía ideas bastante buenas, mezcladas con otras un tanto dudosas.
Allí estábamos, descansado en los bancos y dando cuenta del pequeño almuerzo, cuando a lo lejos vimos acercarse a un solitario peregrino. Yo, por si acaso, engullí rápido mi trozo de pan, no fuera que hubiera que compartirlo con el nuevo personaje, y esperé a que fuera acercándose.
Había sido poco bocadillo... apenas un cachito... pero habíamos repuesto fuerzas que era de lo que se trataba, al mismo tiempo que nos habíamos dado un buen descanso de casi un cuarto de hora.

No hay comentarios: