Poco a poco fui sacándole la sustancia a aquellas carnes solidas, compuestas por chorizo, tocino, morcillo de vaca, relleno o pelota, gallina, oreja, pata y morro de cerdo, y finalmente cecina de vaca, tal y como ha de ser este plato fundamental de la cocina maragata y que ellos enarbolan como si de una bandera se tratara como una de sus mas señeras señas de identidad.
A continuación, casi despachadas las carnes y mientras aún pringábamos pan con tocino, nos trajeron otra enorme fuente con garbanzos y verduras, en este caso col o berza, de los que fuimos dando cuenta, entre comentarios de admiración y reconocimiento.
Y cuando nuestros estómagos daban ya muestras de seria implosión, apareció una sopera, que no creo que se pudiera saltar un gitano, con un espeso caldo de fideos, entre los cuales también nadaban algo de arroz y miga de pan. Nos costó un triunfo acabar todo aquello, pero lo fuimos consiguiendo poco a poco, dosificándonos mucho, con paradas entre cucharada y cucharada, adecuando nuestras respiraciones, tal y como ya habíamos aprendido a hacer al subir alguna cuesta.
Cuando ya creíamos haber terminado... llegó el turno del postre que, por estos lares, consiste tradicionalmente en natillas con roscón casero maragato, un esponjoso y delicioso bizcocho que me tragué sin siquiera acordarme de mi diabetes ni de mis muelas. Y como colofón a tan pantagruélica comida... una queimada con su orujo aún llameando en su tacitas de barro, y de las que acompaño foto para adornarme en el lance.
Acompañando la cuenta, a 19 € por cabeza que me parecieron irrisorios por la cantidad, originalidad y calidad de la comida, dejaban un pequeño panfleto en el que figuraban todos los ingredientes del cocido y que hoy, pasados ya varios meses, me ha servido para enumeraros, sin dejarme ninguno, todos los componentes de la comida.
La sobremesa sirvió no solo para que nuestros estómagos se recuperaran del aluvión de viandas ingeridas, sino que nos dedicamos a charlar de nuestras, y sobre todo, observar a los comensales de otras mesas que seguían comiendo y haciendo pequeñas paradas, igual que lo habíamos hecho nosotros minutos antes, para acabarse sus platos.
Lo siguiente que tocaba para que el día fuera realmente redondo, era una siesta. Mis compañeros secundaron mi propuesta por unanimidad, con lo que tras levantarnos nos fuimos encaminando, pesadamente hacia el albergue. Pero por el camino nos acordamos que nuestras ropas aún seguían sucias, sudadas y tiradas junto a nuestras mochilas en la habitación. Creí morirme al caer en la cuenta de que mi siesta peligraba... con lo que empecé a hacerle la "rosca" de manera subliminal a Esperanza con la intención de que se apiadara, y fuera ella la que se encargara de nuestra colada. Fue en ese momento en que descubrí que mi vasca albergaba cierto carácter rencoroso. Una especie de puntito vengativo... Y con una sonrisita torcida, que no me gustó mucho, me recordó que había estado haciendo mofa y escarnio de sus sobres de medicamentos, de su menstruación, tal vez de su menopausia... y que durante toda la mañana había caminado en cabeza impidiéndole, como ella gustaba, desarrollar su ingente verborrea conmigo.
Me tocaba hacerme yo mismo mi colada... y horror... a su lado... escuchando todo lo que se le había quedado por decirme durante la etapa.
1 comentario:
Que envidia de comida, (es que parece que ha nuestra edad el turismo es más gastronómico que otra cosa), lo que dió de sí la entrada de ayer. Besos
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